Salir hacia algún sitio sin billete de vuelta, sin intención
siquiera de retornar algún día al país donde naciste, te criaste y te formaste
para tener, en el futuro, una carrera profesional con la que poder sostenerte
tú y, quizá, la familia que formes.
Esto es lo que pasa por la cabeza de muchos jóvenes
españoles que se plantean hoy salir del país para buscar en otro país, ya sea
de la Unión Europea
o de otro continente, unas mejores perspectivas no ya laborales y
profesionales, sino también de vida. Marcharse sin ninguna intención de volver,
asegurando en muchos casos que, si todo va bien, “ni piensan” volver algún día
a España. Retornar, el sueño lógico o atribuido por la mera razón a quien se
lanza a la aventura de emigrar, no entra en los planes de nuestros jóvenes.
Las promesas
incumplidas
Que muchos no quieran volver obedece a un hecho palpable:
España no ofrece hoy lo que esa generación esperaba encontrar al final de la
etapa universitaria. La generación que hoy tiene entre 24 y 35 años –año
arriba, año abajo por ambos lados- ha crecido pensando que la única vía para
tener una vida mejor que la de sus padres era el estudiar, algo que muchos progenitores
que hoy rozan los sesenta no pudieron hacer por el contexto socioeconómico
español de entonces.
Tener una vida mejor equivalía, dentro de ese esquema de
pensamiento, a aspirar a un trabajo acorde a los estudios realizados en el que
la remuneración y el reconocimiento de las capacidades del trabajador
(especialización, idiomas, constante actualización, etc.) vayan de la mano, y
que permita al mismo tiempo vivir suficientemente desahogado como para que la
adquisición de un piso y la maternidad/paternidad sea algo factible sin pasar
apuros.
Pero ese esquema no se ha cumplido en ninguno de los puntos,
y el desencanto inicial al constatar cuál es la realidad ha dado paso, después,
al desengaño más absoluto y al rechazo a esa realidad. Y es que después de
tanto esfuerzo y sacrificio tu carrera, master, dos o tres idiomas y tu entrega
en el trabajo no se vean justamente retribuidos ni económica ni
profesionalmente, y ni tan siquiera con buenas palabras de tu jefe (cuando no
con malos modos), -y eso si has tenido la suerte de encontrar “algo” dentro de
tu área de especialización, que no suele ser lo habitual- es como para
desmoralizar a cualquiera.
Las clases dirigentes
He dicho que toda esta situación conduce al rechazo de la
realidad, pero debería decir que esta es sólo una parte de esa realidad a la
que se denosta, porque la otra parte es la derivada de asistir al bochornoso
espectáculo que están brindándonos las clases dirigentes del país, comenzando
por los políticos de los dos grandes partidos, siguiendo por la patronal y los
sindicatos, y acabando por esos personajes que, a la sombra del sistema, se lo han llevado crudo dejando
tras de sí halo de impotencia frente a la Justicia.
Ellos, integrantes de lo que se ha denominado la casta, no han recorrido el mismo
camino que los jóvenes frustrados, y sin embargo se han encontrado viviendo una
vida por encima de sus posibilidades,
aplicando la misma fórmula que éstos aplican al resto de españoles para
culparles de la crisis. Son ejemplo de que da igual cómo hagas las cosas,
incluso si eres un perfecto corrupto, de que no importa si hablas inglés o si
ni eres capaz de expresarte correctamente en castellano, si estás afiliado a un
partido y has sido un fiel e incuestionable seguidor del líder y del partido.
Tener una élite que está ahí sin preparación suficiente, sin
las habilidades necesarias, y sin la altura de miras (no digo ya sentido de
Estado, aún más complejo para sus obtusas mentes de partido) que una situación
como la presente requiere, se paga. La mala imagen de nuestro país no la
transmiten quienes salen fuera, sino quienes representan a España en los
organismos internacionales, pero la vergüenza no la pasan ello, no, la pasan
los españoles de a pie.
La traición
Yo estoy entre esa franja de edad a la que me refería más
arriba, y soy uno de tantos españoles que se siente defraudado con el país. La
sensación es parecida a la que se tiene cuando te ponen los cuernos con tu
mejor amigo o amiga: confías tanto en tu pareja y en tu mejor amigo, que cuando
eres consciente de la traición te invade un sentimiento de incredulidad, pero
también de rabia, de dolor, de no alcanzar a comprender cómo es posible que la
situación haya llegado hasta ese punto.
Con España ha ocurrido más o menos igual: mi generación es,
sin duda, una de las más formadas que ha conocido la historia. Muchos son
universitarios excelentemente formados en sus respectivos campos, hábiles con
las nuevas tecnologías, los idiomas –y en este apartado el inglés es ya una
lengua amiga, y muchos son políglotas
con lenguas que van desde el francés al japonés- y, sobre todo, conscientes de
que su entorno no se circunscribe sólo al país, sino a todo el mundo.
Todo ese bagaje académico, cultural e intelectual choca, de
la manera en que lo harían dos trenes que discurren por la misma vía, con la
realidad que describía más arriba, y que no es la realidad que mi generación
creía que se estaba construyendo. Nada ha cambiado al mismo ritmo en las altas
esferas, en el establishment, donde
se deciden realmente las cosas. Y llega la decepción. Tu país, ese en el que
tantas esperanzas has puesto, te da la espalda. Te abofetea. No hay sitio para
ti y, lo que es aún peor, ves que la mediocridad es la que toma las decisiones,
y que esa mediocridad (me refiero a la política, pero el mundo empresarial
también tiene mucha mediocridad cortoplacista) no vela por los intereses
generales, como ingenuamente dice la Constitución de 1978, sino por los suyos y
los de sus protectores, llevando al país por una cuesta abajo que termina en el
empobrecimiento en todos los sentidos.
Así las cosas, no es de extrañar que muchos compañeros de
generación se quieran ir de España dando
un portazo y con la intención de no volver jamás, hartos de ver un estado
de cosas insoportable y que provoca náuseas. Muchos piensan que España no tiene
futuro, que aquí no hay futuro, y que no tiene remedio; no sólo los jóvenes,
sino también sus padres.
Yo comprendo esa postura y la comparto –quienes me conocen
saben de sobre de mi indignación y resignación ante lo que tenemos-, pero me
causa desasosiego la idea de partir con la idea clara de no volver jamás. No sé
si acabaré saliendo de España o no a medio o largo plazo, pero si acabo
haciéndolo, no quiero irme diciendo no para siempre al país del que salgo. Decir
no para siempre duele, y a mí, no sé a vosotros, España me duele en la misma
proporción en que me gusta y me apasiona.
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